En los 304 innumerables libros cristianos fueron destruidos por orden de Diocleciano. Durante los períodos convulsos de las invasiones, los monasterios pudieron conservar, para Occidente, textos religiosos y algunas obras de la antigüedad. Asimismo, Bizancio dispuso de importantes centros de copia. El papel que jugaron los monasterios en la conservación de los libros es bastante ambiguo: La lectura era una actividad importante en la vida religiosa, su tiempo se dividía en plegarias, trabajo intelectual y trabajo manual (en la orden de los benedictinos), por ejemplo. Era necesario hacer copias de determinadas obras. Había, pues, unas scriptoria (plural de scriptorium) en muchos monasterios en los que se copiaban y decoraban los manuscritos que se guardaban en armarios.
Pero, contrariamente a lo que se cree, la conservación de los libros no tenía siempre, como finalidad, la preservación de la antigua cultura, sino la de entender los textos religiosos con la ayuda de la antigua sabiduría. Algunas obras no fueron copiadas porque los monjes consideraron que eran muy peligrosas. Por otra parte, y por necesidades de uso, los monjes reutilizaban raspando los viejos manuscritos, destruyendo así obras muy antiguas. La transmisión del conocimiento estaba centrada, sobre todo, en los textos sagrados.
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