Otro importante factor que
fomentó el aprecio por los libros fue la Censura,
que si bien solía ejercerse también en períodos anteriores a los siglos XVII y
XVIII, es precisamente en esta época cuando adquiere mayor relevancia, puesto
que los libros se producen por millares, multiplicando en esa proporción la
posibilidad de difundir ideas que el Estado y la Iglesia no desean que se
divulguen. En 1757 se publicó en París un decreto que
condenaba a muerte a los editores, impresores y a los autores de libros no
autorizados que se editarán, a pesar de carecer de dicha autorización. La
draconiana medida fue complementada con un decreto que prohibía a cualquiera
que no estuviera autorizado a publicar libros de tema religioso. En 1774, otro decreto obligaba a los
editores a obtener autorizaciones antes y después de publicar cada libro y en 1787, se ordenó vigilar incluso los
lugares libres de censura.
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Estas medidas lo único que
lograron fue aumentar el precio de los libros y obligar a los libreros
ambulantes a no incluirlos en su catálogo, con lo cual incrementaron el negocio
de los libros prohibidos, que de esta manera tenían un mayor precio y
despertaban un mayor interés entre la clase alta que podía pagar el sobrevalor,
con lo cual se fomentaron en el exterior, en Londres, Ámsterdam, Ginebra y en toda Alemania, las imprentas que publicaban
libros en francés. Así fueron editados hasta la saciedad Voltaire, Rousseau, Holbach, Morel y muchos más, cuyos libros eran
transportados en buques que anclaban en Le
Habré, Boulogne y Burdeos,
desde donde los propios nobles los transportaban en sus coches para revenderlos
en París.
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